14.7.10

Prints.


Recuerdo los momentos tan vívidos como si no hubiesen pasado cinco años, sino cinco meses. Lo extraña que al principio me pareciste y cómo no dudé, sin embargo, en irme a compartir la habitación contigo, nada más amaneciésemos la mañana o mediodía siguiente, resacosas perdidas. Esa cutre, pero enorme habitación. Nuestra 107. La del cartel que simulaba al parafraseo de Trainspotting de lo que uno debería elegir en la vida, a modo de cachondeo total. Y cómo después añadimos a esa puerta (o quizá fuese al revés) la fotocopia de las setas alucinógenas que yo saqué de un manual de Botánica de mi facultad de por entonces. Y un par de comentarios escritos en el papel, con boli rojo, haciéndonos las duras; justificando lo que hacíamos dentro. Cómo te echaste a llorar la segunda noche que compartíamos techo, tras un par de horas de conversación sobre hasta lo que entonces habían sido nuestros dieciochos años de vida. Y cómo dieron las cinco de la mañana, tras la víspera de las ocho, mediante risas y anécdotas que contar sobre casi cualquier cosa. Cómo esas noches se repitieron a lo largo de los meses. Veo a Hugo entrando por la puerta justo antes de irse a sus clases a la hora de comer, para despedirse de nosotras mientras nos dedicaba el primer saludo del día. Y, a la vez, veo a Jarocha, llegando de sus clases e incitándonos a comer a la de ya. El maldito ajetreo madrileño, la novedad de salir del nido y el total porcentaje de novedades hacía que todos viviésemos un poco en las nubes, extasiándolo todo, intentando fijarnos en cada detalle para saber responder ante él. Veo múltiples preliminares de noches de juerga y surrealismo: bajar a comprarle litros de cerveza al simpático chino con el que Hugo practicó luego sus avances en el idioma. Sé que han pasado cinco años cuando soy incapaz de acordarme de su nombre. Hacer planes imprevistos, rápidos, hoy vamos a tal sitio, pues mañana hacemos esto otro. Todo, prácticamente, valía. Y el resultado jamás era previsible: una noche subíamos a quince maromos recién conocidos allá por los bajos de Argüelles, otra noche cada una acogía inquilinos masculinos particulares bajo el mismo techo, la tarde siguiente se compartía mesa redonda (esa maloliente y cutre mesa que de la calle llegó llena de diálogos, comentarios, firmas; cada día perdía hueco por el que poder respirar) y éramos siete bajo los efectos psicodélicos riendo sin parar, la mañana siguiente Jarocha abría la puerta de par en par, pegando voces, dando por saco, al típico pensamiento de “Yo no puedo dormir, pues vosotras tampoco”, las comidas de resaca comentando la bizarrada de turno que habíamos amamantado la noche anterior. Me descojono al recordar cómo hicimos allanamiento de morada en la habitación de la anoréxica y me probé sus malditas plataformas puntuación 10 de horteras al paso de "Talón, punta, talón, punta" (Bart dixit). Y recuerdo con un cariño de la hostia el momento de terminar de cenar, subir, hablar de flamenco, colocarnos tres trapos y en dos minutos hacer flamenca la canción de Hugo "Y se rompió el condón", grabarla, ensayarla; sin ningún fin concreto más allá de pasar el rato. No tengo ningún problema en reconocer que aquellos meses son los que más me he divertido en toda la vida. Que ellos eran los brazos que te arropaban por la noche cuando sólo tenías dieciocho años y acabas de llegar a una ciudad enorme en la que no tenías nada. Que la adaptación fue estupenda, que aquello era nuestra salsa, que cada uno aportábamos al pequeño grupo algo inigualable y totalmente necesario. Pero sobretodo, Begoña era mi especie de estrella de la que suelen hablar las mariconadas. La mejor persona que podías encontrarte en una aventura como la que es el primer gran cambio radical de tu existencia, y con quien compartirla. Jamás he vuelto a tener tantísima afinidad con una persona que no se tratase de mi pareja (de hecho, sólo podría compararse con una entre las habidas), mucho menos he conseguido tal confianza en tan poco tiempo con ningún ente del sexo femenino (baste hablar de que, en cuanto al masculino, toda aproximación del estilo no era otra cosa que propósito de un rato en la cama o en el altar a largo plazo. Todavía pretendo corroborar lo contrario). Y ella era extravagante, vestía con trapitos de los que yo me reía en el personal externo, éramos el día y la noche en cuanto a apariencia pero la mezcla perfecta de personalidades. Estudiábamos con música en bajito, y la primera vez que Where Is My Mind sonó, imitamos a capella los grititos de ballena que Frank hace al principio. Y fue ella quien lo bautizó cantar Balleno, comparándolo con cierta película. Veíamos capítulos de Futurama todos apiñados en la misma cama, y nos hacíamos cosquillas y nos abrazábamos y nos hacíamos fotos sin soltar palabra preliminar. La echo, lo echo tanto de menos que me salen las malditas lágrimas cada vez que me acuerdo de ella. Pensar que las circunstancias, los desenlaces y las cosas tan feas que, a veces, no tienen más remedio que pasar en el curso normal de la vida no es excusa. No sirve. Así que creo que, después de cuatro años desde la última vez que la ví, va siendo hora de mandarle un email. Y luego un mensaje. Y luego, espero, un abrazo en toda regla.






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