25.4.10

Best (Sun)day Ever.

Las cosas que hacen mella son las que se componen de contraste. O sea, no es que esas sean las únicas, pero los pasos de la tormenta al arco iris, al sol y al olor a lluvia son los que, como si fuese el ánimo de un tejemaneje llamado, yo qué sé, Esencia de X, se te quedan grabados una buena temporada, y con suerte, de por vida.

Anoche se dio uno de ésos. En menos de diez minutos el negro pasó a un blanco cegador, imprevisto; las gafas de protección andaban colocadas porque si algo tienen las malas rachas, es que te enseñan lo que cuesta mucho aprender. Normalmente. Da igual, ese no es el caso. La cosa es que cené cualquier cosa, me vestí a lo ligerísimo primaveral en cinco minutos, me dio la gana de colocar esa raya negra sobre los ojos que me hace sentirme algo orgullosa de lo que pueden llegar a ser mis ojos. Llegamos a la calle del Goodfellas, nos pillamos latas y latas de cerveza, la conversación es fluida, íntima, de corrido; la temperatura de 20º consigue que sólo entremos al bar un rato por puro hecho del "ya que hemos venido hasta aquí". A los veinte minutos, "vámonos al Wurli". En San Bernardo, "Bah, taxi, que sale a euro por cabeza" "Me parece más que estupendo", el taxista pone morros al oír criticar el cero riguroso programa de Íker Jiménez que anda escuchando, en el Wurli no nos dejan entrar porque la cola es sinónimo de lo tarde que ya es para lo gratuito. "Vámonos al... ¿Barco?". Y nos fuimos. Y la música fue la hostia, de sorprendente. Y me sentí realmente agusto, tan agusto como hacía meses, mesazos, que no conseguía estar en un ambiente así. Y Ramones, Prodigy, RATM; los de siempre fueron desfilando, y parecía como la primera vez. Y me acordé de Granada, y de Almería, y de las locas salidas secretas que en Madrid he ido mamando. Y me acordé de la edad que ya tengo, y miré de otra forma distinta a quien tengo al lado, y todo encajaba por el mero hecho de que tenía que ser exactamente así.

O'muiño abría a las 06.15. Desde las 06.00 justas, una veintena de gente anda esperando igual que nosotros. Un sentimiento extraño, como perteneciente a este país y a ningún otro, algo así me invade. Y me río, la verdad es que es un cachondeo magnífico. Somos rápidos, nos quedamos con una de las tres mesas. Enfilo hacia la barra, ya llena, y pido cuatro pinchos de tortilla, una ración de croquetas. El tío de al lado intenta ligar conmigo, chapurreando medio francés medio español, sus amigos dan el do mayor de las horas que son, con un tono que cae muy bien, intentando hacer lo mismo que el francés. La verdad es que, lejos de tirarme parques botánicos de flores a mansalva, sé que a pocos metros tengo a quien quiero que sea el único que me tira los trastos, y me río con ellos y les doy mi opinión acerca de mi vestido, comparándolo con las cortinas de nuestras abuelas. Y la comida está lista, nos la llevamos entre Sofía y yo, pero los cuatro comeremos casi en silencio porque los pinchos están para transportarse directamente al paraíso.

No vuelvo a mi casa. Me voy hacia Lucero, pero nos paramos en La Laguna, porque así la cuesta no es hacia arriba sino hacia abajo. Son las 07.15 de la mañana y en el metro nos hemos quedado a ver un partido de fútbol en el andén, cuyo resultado ha sido gol del tren al pasar por encima del balón. El cielo está de un azul intenso, en un parque hay dos personas subidas a un árbol, yo sólo pienso en esa cama y en ese calor humano. Tras horas de sueño profundísimo, comida china está puesta en la mesa, Conan El Bárbaro en la televisión. Una especie de moño recogido de cualquier forma, una camiseta enorme de marca de deporte y unos pantalones de baloncesto son el uniforme de un amanecer de domingo a las 15.30 horas. Me atrevo a jugar a no sé qué videojuego de dar hostias sin razón alguna. Los personajes son dignos de una fumada importante por parte de los diseñadores informáticos. El Grand Thef Auto aparece en la pantalla y yo me animo a coger el mando en cuanto veo que buena parte del juego consiste en conducir un coche a toda velocidad por el símil de Nueva York. Son las 18.30, con el día que hace, hay que salir a la calle. Nos bajamos en Ópera, andamos hacia el Palacio Real, bajamos a losSabatini, el sol en la cara es como una bendición que marca la excepción. Por la calle Bailén, nos paramos en la zona de las Vistillas, yo prometo ir este año y eliminar de una vez huellas que sólo provocan mala hostia infinita. Retomamos Bailén, aparece Embajadores, giramos hacia La Latina, saltamos a la Plaza Mayor, mil temas de conversación, refuerzos al sistema digestivo, volver a Ópera, coger el metro a casa; todo, sencillamente, fluye, y la palabra a la que todo el mundo tiene miedo aparece en mi mente, no hay ninguna duda de que está iluminada en un capítulo en el que no existen ni pilas, ni bombillas. Por si fuera poco, es domingo. Y ahora descubro que en todas las fotos salí riéndome, con la piñata con luz de neón, importando un huevo cualquier cosa que no fuese tu criterio y el de los que te importan.




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